¿Dónde en el mundo encontramos un partido político que perdió una elección general siendo instalado como el “gobierno” de ese país por un Presidente que pertenece a ese mismo partido minoritario?
En ningún lugar sino en Sri Lanka: un país que en los 1950 era reconocido como un modelo de buena gobernanza en el mundo poscolonial, pero ahora está en un grave peligro de unirse a la creciente lista de democracias fallidas. El nuevo régimen instalado hace un mes ha sido decididamente rechazado en un voto de no-confianza por el parlamento del país (en medio de atentos violentos en la asamblea misma de escabullir el voto). Pero el régimen todavía se cuelga al poder mientras carece de legitimidad política. Está respaldado por una gran facción budista nacionalista en el país que considera al recién instalado Primer Ministro (quien fue destituido como Presidente en 2015) como un “héroe de guerra” así como uno de ellos. Ningún gobierno extranjero, con la excepción de China, al momento ha reconocido al régimen. Pero el país está económica y políticamente paralizado. Y, a pesar de protestas públicas y manifestaciones, principalmente en la capital Colombo, grandes sectores de la población simplemente parecen apáticas.
Tal apatía, juntada con el pandillerismo que ha reemplazado la cultura política y civil en Sri Lanka, está arraigada en masivas fallas institucionales que van más allá del parlamento y un sistema judicial fácilmente amordazado. Por muchos años ya, las escuelas y las universidades de la isla han cesado de ser lugares donde los estudiantes aprenden a pensar críticamente o a cómo interactuar con aquellos de otros trasfondos étnicos, económicos y religiosos. La educación y los medios han llegado a estar ideológicamente paralizados.
En cuanto a las comunidades religiosas, estas tienden a vivir en guetos autocontenidos, y han dejado de ser foros donde hombres y mujeres son equipados con los hábitos morales indispensables para la vida pública. De hecho, nociones tales como “el bien común”, “el imperio de la ley”, o “conflicto de interés” son poco entendidos, no menos entre aquellos a quienes se confía la educación de los jóvenes, sea en escuelas o en instituciones religiosas.
En mi última publicación, mencioné las renovadas posturas políticas de la Iglesia Católica Romana alrededor del mundo. En Sri Lanka, la Iglesia Católica comprende un significativo 7 por ciento de la población, comparada con el menos del 1 por ciento de los protestantes. Aunque hay algunos sacerdotes y monjas católico romanos que son activos políticamente en las bases promoviendo justicia y reconciliación, el laicado de clase media (entre quienes se encuentran influyentes políticos, burócratas y jueces) es en gran medida teológicamente ignorante y a menudo cómplice en delitos. Y es dificultoso para los obispos católicos desafiar el autoritarismo en la política cuando ellos mismos están bajo la vigilancia de un cardenal autocrático quien está moralmente comprometido y es más budista que cristiano en sus pronunciamientos públicos: por ejemplo, afirmando recientemente que un “país budista” como Sri Lanka no necesita “la religión occidental de los derechos humanos”—¡negando así la doctrina social de su propia iglesia!
En países como Sri Lanka, la tarea de largo plazo de construir instituciones libres y que rindan cuentas es donde los cristianos deberían dedicar sus energías. No es simplemente una crisis constitucional la que encaramos, sino una profunda crisis moral. La conversión—personal y cultural—va mano a mano con el cambio legal y económico. A menudo se nos dice que, en países pobres, la democracia es un lujo, y que deberíamos enfocarnos en alimentar al hambriento. Sin embargo, esa es una alternativa desorientadora. Hambrunas no suceden en democracias; y democracias que negocian y acuerdan no van a la guerra.
“Si alguien arrebata tu pan, al mismo tiempo suprime tu libertad. Pero si alguien arrebata tu libertad, puedes estar seguro de que tu pan es amenazado, pues ya no depende más de ti y tu lucha sino del capricho de un amo” – Alberto Camus (1913-1960).
Contrario a lo que se afirma sobre teoría política en los típicos textos de nivel de pregrado, la primera revolución política moderna no ocurrió en Francia o en los Estados Unidos, sino en Inglaterra en el siglo 17. La Guerra Civil de Inglaterra vio, por pocos y breves años, el reemplazo de la monarquía por un parlamento soberano. Los disidentes ingleses (“puritanos”, “cavadores” e “igualadores”), se opusieron al absolutismo teológicamente fundamentados y promovieron la libertad de conciencia y de religión. El dispar ejército de la gente común de Oliver Cromwell sostuvo debates formales y abiertos por toda Inglaterra para determinar qué tipo de gobierno debería reemplazar a la derrotada monarquía. Qué momento completamente notable en la historia.
Aunque la mancomunidad de Cromwell no duró mucho, su experimento tuvo más alcances. Es cierto que la monarquía fue restaurada, pero no hubo retorno sobre la soberanía del Parlamento en el gobierno de la gente de Inglaterra. Y los refugiados e inmigrantes que salieron a través del Atlántico a Nueva Inglaterra continuaron el experimento político empezado bajo Cromwell. Es poco sorprendente que en Nueva Inglaterra inmediatamente después de la Declaración de Independencia, la esclavitud fue prohibida (aunque continuó en el sur), los derechos de las mujeres promovidos, y se alcanzó un nivel de madurez política que fue insuperable en cualquier lugar del mundo en el siglo diecinueve.
Muchos bien educados estadounidenses ignoran cuanto le adeudan a la Guerra Civil de Inglaterra y sus repercusiones. Palabras como puritano y calvinista son usualmente usadas como palabras burlonas: han llegado a ser caricaturas de sombríos y rígidos fanáticos religiosos. Muy poco nos damos cuenta cuanto debemos a tales hombres en nuestros discursos políticos modernos acerca de equidad, derechos, el imperio de la ley y democracia representativa.
Alexis de Tocqueville, un aristócrata francés que viajó alrededor del Estados Unidos recién independizado observando su cultura e instituciones, no tenía tales ilusiones. En su trabajo clásico, Democracia en América, escrito en dos volúmenes en 1835 y 1840, observa: “La religión en América no toma parte directa en el gobierno de la sociedad, pero debe ser reconocida como la primera de sus instituciones políticas, porque si bien no imparte un gusto por la libertad, facilita el uso de la misma…No sé si los estadounidenses tienen una sincera creencia en su religión–¿quién puede indagar el corazón humano?—pero estoy seguro de que la consideran indispensable para el mantenimiento de las instituciones republicanas”. Recuperar la rica herencia de la teología política cristiana es el primer paso hacia el aprendizaje de la Iglesia a hablar la verdad al poder y la contribución a la construcción de instituciones libres y que rindan cuentas.
Por Vinoth Ramachandra
26 de noviembre, 2018
Material Original: https://vinothramachandra.wordpress.com/2018/11/26/what-future-for-democracy/
El Dr. Vinoth Ramachandra es Secretario de Diálogo y Compromiso Social de la IFES. Vive en Sri Lanka. Este blog representa el pensamiento de Vinoth y tiene por fin ser un recurso para los movimientos de IFES para iniciar y modelar conversaciones sobre diferentes temas. El blog no pretende ser la voz oficial de IFES ni de CECE en las temáticas que trata.
Publicación traducida por Josué O. Olmedo Sevilla, quien junto a su esposa Ruth sirve en la Comunidad de Estudiantes Cristianos del Ecuador (CECE), movimiento universitario afiliado a IFES.