Los dos primeros versículos de Daniel se leen rápido. Sin embargo, los acontecimientos involucrados significaron para Israel conmoción y una gran catástrofe nacional. El libro de Daniel atestigua el dolor y la aflicción que sobrevino a la nación. Alrededor de diez mil prisioneros —entre ellos el propio Daniel—, fueron deportados a Babilonia y unos pocos, seleccionados para ser formados en la cultura de esa nación antes de ser puestos al servicio del rey.
El sistema monárquico era la usanza en esos tiempos, un sistema diferente a las monarquías y más aún a los sistemas republicanos actuales. Etimológicamente, república viene del latín res-publĭca: cosa pública, es decir, todo lo relacionado a lo común o comunitario.
Si bien la nación de Israel, encabezada por malos gobernantes, había llegado a tocar fondo por su decadencia moral —como lo relatan los profetas—, había un pequeño grupo de judíos, entre ellos Daniel, Ananías, Misael y Azarías, que conocían y sobre todo amaban la ley de Dios. Dicho de otra manera, guardaban su identidad judía. Pero al ser deportados a una nación extranjera, Daniel y sus amigos recibieron una fuerte presión para abandonar esa identidad.
La identidad es la primera característica que ha de acompañar a un hijo de Dios. Más aún si esta persona se va a enfrentar a un mundo desconocido y muchas veces hostil a los principios de Dios. Ya sea un niño pequeño que va a la escuela; jóvenes que dejan su familia y ciudad debido a sus estudios; parejas que dejan a sus padres para formar un hogar; una joven que enfrenta sola al mundo con un bebé en brazos, o profesionales que se enfrentan a nuevos retos laborales. En cualquier caso, lo que sostiene nuestra vida es la relación con nuestro Padre Dios. Satanás siempre querrá romper ese vínculo.
En el caso de Daniel, él era un príncipe de Judá (Dn. 1:3) y amaba al Dios de sus padres (Dn. 2:23). Puedes estar en la situación más difícil, enfrentando las condiciones más adversas que consideres, no olvides quién eres. Eres un hijo amado de Dios, eres una hija amada del Señor. Que nada, ni nadie, te haga perder tu identidad.
Una segunda característica que debe acompañar a un hijo de Dios es desarrollar carácter. En el caso de Daniel, el Señor permitió que lo seleccionaran para entrar al servicio del rey, contextualizándolo, se le introduciría en la esfera pública. Hay que decir que el carácter se forja, golpe a golpe, con humildad, con resiliencia y con determinación. No importa la edad, Dios trabajará en ti hasta el último día de tu vida. Algunas pinceladas de este proceso en la vida de Daniel y sus amigos fueron: decidir en su corazón no contaminarse (Dn. 1:8), reconocer a quién pertenece la gloria (Dn. 2:28), estar dispuestos a ir contracorriente cuando el mundo va contra Dios (Dn. 3:12).
Quizás en este momento tienes un desafío frente a ti. Vives en un contexto familiar o laboral que es como una olla de presión. Es el tiempo para dar prioridad a dos cosas: afirmar tu identidad y forjar carácter. Daniel y sus amigos confiaban en el Dios de sus antepasados, lo amaban más que a su propia vida. Esa identidad los llevó a tomar decisiones con determinación en las cuales Dios los acompañó y honró. En el cumplimiento de los tiempos, Dios envió a su Hijo Jesucristo y su palabra es segura: “… y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mt. 28:20).
Paúl Pesántez
Soy Ingeniero Civil con una maestría en Geomática por la Universidad de Cuenca y una Licenciatura en Teología por la Universidad Evangélica Nicaragüense Martin Luther King Jr. Me apasiona mi profesión, pero también la informática, la tecnología y mi familia. Con mi esposa Nury tenemos dos hijas Débora y Johanna.