El racismo y sexismo cada vez más, y tardíamente, están siendo identificados como problemas mayores en universidades estadounidenses, europeas y australianas, ya no son meramente un fenómeno de un “país en desarrollo”. Miren, por ejemplo, el reciente reporte de la equipo especial del Reino Unido.
El racismo y sexismo se manifiestan a sí mismos no solamente en prácticas de contratación laboral, discursos de odio y actos de violencia pública, sino también en el paternalismo cotidiano, ignorancia intencionada de otros y separación de los mismos, y en el lenguaje que usamos para identificar a otros.
Tristemente, estas prácticas son puntos ciegos grandes en muchas organizaciones e iglesias cristianas.
Por ejemplo, muchos estudiantes cristianos extranjeros se sorprenden de encontrar grupos cristianos en universidades estadounidenses que no solo están divididos en líneas denominacionales, sino también en base al color de piel. Y, sintiéndose poco bienvenidos por la cultura anfitriona dominante, tales estudiantes a menudo también terminan formando guetos cristianos en sí mismos. En la sociedad más amplia, personas que tal vez trabajan juntas durante la semana migran los domingos a “iglesias” basadas alrededor del color de la piel.
Además, es justamente de iglesias y organizaciones ricas y predominantemente blancas que nosotros en el mundo mayoritario somos bombardeados con “programas” evangelísticos, cursos de capacitación y metodologías. No muestran ningún interés por aprender de nosotros. Lo que ellos producen es de consumo universal. Lo que nosotros producimos es local. Irónicamente, estas iglesias y organizaciones tienen poco impacto en sus propias culturas y sociedades.
La teología afrikáner en Sudáfrica promovió la idea del “desarrollo separado” de razas argumentando que la diversidad cultural fue destinada por Dios y que, por lo tanto, cada raza/cultura debe desarrollarse en espacios separados sin contaminarse o conectarse con otras.
La premisa bíblica era correcta, pero la conclusión era profundamente anticristiana.
Este tipo de teología resurgió en la conocida metodología de misión llamada “Principio de Unidades Homogéneas”, desarrollada en los 80 en el Centro para la Misión Mundial en Pasadena, EEUU, y propagada sin ninguna crítica alrededor del mundo. Esto es un maridaje de dudosa sociología con una teología con fallas: la predicación del evangelio apunta a plantar una iglesia dentro de un “grupo” de tal manera que nadie tenga que cruzar ninguna frontera rara, menos aún hostil, para llegar a ser cristiano. Esto sustenta el crecimiento numérico, pues “iglesias de grupo” son homogéneas, y lo igual atrae a lo igual. Así se da el gran esparcimiento de grupos homogéneos, todos llamándose “iglesias”, y en ninguna comunicación una con otra.[1]
El gran teólogo sudafricano David Bosch criticó la idolatría de la diversidad cultural de la teología afrikáner: “Pablo no pudo cesar de maravillarse con esta nueva cosa que lo había atrapado desprevenidamente, como algo totalmente inesperado: la iglesia es una, indivisible, y trasciende toda diferencia. Lo sociológicamente imposible…es teológicamente posible…Todo esto ciertamente no significa que la cultura no juega ningún rol en la iglesia y que las diferencias culturales no deban tener su espacio…Sin embargo, la diversidad cultural en ninguna manera debería militar en contra de la unidad de la iglesia. Tal diversidad de hecho debe servir a la unidad. Por consiguiente, pertenece al bienestar de la iglesia, donde la unidad es parte de su ser. Poner a la una en contra de la otra es ignorar el punto principal. Unidad y diversidad sociocultural pertenecen a órdenes diferentes. La unidad puede ser confesada. La diversidad no. Elevar la diversidad cultural al nivel de un artículo de fe es dar a la cultura un peso positivo teológico que la convierte fácilmente en un principio de revelación”.
Me aflige, por lo tanto, todavía encontrar esta metodología promovida en algunos círculos “evangélicos”. No son dadas métricas acerca de cuantas “decisiones por Cristo” fueron hechas a través de tal metodología, mientras nunca se pregunta acerca de qué son tales “decisiones, o—más importante—de qué “Cristo” se está hablando. No puede ser el Cristo que rompe las paredes divisorias de hostilidad entre personas y las reconcilia en una nueva humanidad, de lo cual la iglesia es llamada a ser un signo y anticipación (e.g Efesios 2.14ss).
Una de las maneras de entender la dinámica de la conversión cristiana es en términos de una tensión creativa entre lo que el historiador de la iglesia Andrew Walls ha llamado el “principio de indigenización” y el “principio del peregrinaje” en la historia. Ambos principios se derivan del evangelio. El principio de indigenización de testimonio de la verdad de que Dios acepta pecadores como nosotros tal como somos, en la sola base de la muerte expiatoria y resurrección de Cristo. El no espera que corrijamos nuestras ideas o que ordenemos nuestro comportamiento antes de que nos de la bienvenida a su familia como hijos e hijas adoptados. Cristo, por decirlo de alguna manera, se mete de lleno a sí mismo en todo lo que nosotros traemos frente a él de nuestro trasfondo en nuestra inicial conversión; e “indigeniza”—hace autóctono—nuestro discipulado, llamándonos a vivir como cristianos y como miembros de nuestras propias sociedades.
Pero no solamente que Dios en Cristo nos acoge tal como somos, sino que él nos acoge en orden de volvernos quien debemos ser. Es así que junto al principio indigenizador el cristiano también hereda el “principio del peregrinaje”, el cual “le susurra que no hay ciudad perdurable y le advierte que ser fiel a Cristo lo pondrá fuera de sintonía con su sociedad, porque tal sociedad nunca existió, en el oriente u occidente, en el tiempo moderno o antiguo, que pueda absorber sin dolor la palabra de Cristo en su sistema. Jesús dentro de la cultura judía, Pablo dentro de la cultura helenística, asumieron que habría roces y fricciones-no por la adopción de una nueva cultura, sino por la transformación de la mente hacia aquella de Cristo”.
El principio indigenizador, entonces, asocia a los cristianos con las particularidades de su cultura y grupo, dando testimonio del poder santificador de Cristo dentro de sus antiguas relaciones. El principio del peregrino, por el otro lado, asocia a los cristianos con su más amplia familia de fe, trayéndolos a un nuevo conjunto de relaciones con personas que ellos nunca se hubieran asociado antes y con quienes sus grupos naturales tienen poca amistad.
El principio del peregrinaje da testimonio del alcance universal del evangelio. Todos aquellos en quienes Cristo habita por la fe, todos aquellos quienes han sido aceptados por Dios en Cristo, son ahora miembros de la familia. El cristiano tiene entonces una doble nacionalidad: su propia y pasada lealtad a su familia biológica, tribu, clan o nación es retenida, pero ahora ubicada dentro de una lealtad más amplia y más exigente a la familia global de Cristo.
(Los párrafos de cierre son tomados de mi libro Faiths in Conflict? Integridad Cristiana en un Mundo Multicultural (InterVarsity Press-UK and USA, 1999) Ch.4).
[1] Nota del traductor. Se recomienda la lectura del capítulo “La unidad de la iglesia y el principio de las unidades homogéneas” en el libro Misión Integral del Dr. C. René Padilla, donde el autor hace una crítica a este abordaje.
Por Vinoth Ramachandra
24 de abril, 2018
Material Original: https://vinothramachandra.wordpress.com/2018/04/24/racism-in-other-guises/
El Dr. Vinoth Ramachandra es Secretario de Diálogo y Compromiso Social de la IFES. Vive en Sri Lanka. Este blog representa el pensamiento de Vinoth y tiene por fin ser un recurso para los movimientos de IFES para iniciar y modelar conversaciones sobre diferentes temas. El blog no pretende ser la voz oficial de IFES ni de CECE en las temáticas que trata.
Publicación traducida por Josué O. Olmedo Sevilla, quien junto a su esposa Ruth sirve en la Comunidad de Estudiantes Cristianos del Ecuador (CECE), movimiento universitario afiliado a IFES.