Para muchos de los estudiosos de la Reforma Protestante del siglo XVI, los énfasis centrales de este movimiento fueron cinco: Cristo solo (solus Christus), la Escritura sola (sola Scriptura), la gracia sola (sola gratia), la fe sola (sola fide) y la gloria de Dios sola (soli Deo Gloria). Sin embargo, hay buena base para afirmar que, además de estos énfasis fundamentales, los reformadores también dieron un lugar prominente a una doctrina que (por razones que daremos más adelante) podría ser considerada la Cenicienta tanto de la Reforma clásica como del movimiento evangélico en el momento actual. Nos referimos a la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes, también denominado sacerdocio universal o común.
Cuando Martín Lutero lanzó su reto de reforma de la Iglesia Católica Romana, no lo hizo animado por un espíritu de innovación o rebeldía, sino movido por convicciones enraizadas en la Palabra de Dios. En la doctrina de la justificación por la fe halló la base para una solidaridad inalterable de los cristianos entre sí que hacía imposible la división tradicional entre “eclesiásticos” (los clérigos) y “seculares” (los laicos). Parafraseando Gálatas 3:28 escribe: “No hay sacerdote ni laico, cura ni vicario, rico ni pobre, benedictino, cartujano, fraile menor y agustino, porque no es cuestión de este o aquel estado, grado u orden.” En sus memorables tratados de 1520 el famoso reformador elabora este concepto con una orientación predominantemente cristológica. Alega que Cristo es nuestro hermano mayor y todos los cristianos participan de la gloria y la dignidad que corresponden a esa relación como reyes y sacerdotes con Cristo. Todo cristiano es sacerdote por el solo hecho de ser cristiano. Escribe:
Un zapatero, un herrero y un labrador tienen cada uno la función y la obra de su oficio. No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada uno con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras todas están dirigidas hacia una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro.
Se sigue que cada cristiano tiene un “servicio sacrificial” que no es la misa (ya que la misa no involucra el ofrecimiento de un sacrificio) sino un oficio por medio del cual expresa su alabanza y obediencia a Dios. Tiene, además, un ministerio de intercesión y el “poder de notar y juzgar lo que es correcto o incorrecto en la fe”. Lutero no niega el papel que desempeña el ministerio de administración y enseñanza dentro de la Iglesia. Sin embargo, mantiene que la única autoridad que tienen los pastores y maestros es la que se deriva de la Palabra de Dios y que, consecuentemente, todo cristiano tiene la facultad de juzgar según las Escrituras y desechar cualquier enseñanza que contradiga lo que enseñan las Escrituras. Argumenta:
Si Dios habló contra un profeta por medio de un asno, ¿por qué no puede hablar contra el Papa por medio de un hombre bueno? San Pablo reprende a San Pedro por estar equivocado. Por ello le corresponde a todo cristiano preocuparse por la fe, entenderla y defenderla, y condenar todos los errores.
La misma doctrina del sacerdocio de todos los creyentes halla lugar en la monumental Institución de la religión cristiana de Juan Calvino y en otras obras de los reformadores. La Reforma no fue sólo un redescubrimiento de que “el justo por la fe vivirá”, que resume un aspecto central de la enseñanza evangélica sobre la salvación, con la cual se relacionan los cinco énfasis de la Reforma mencionados anteriormente. Fue también un retorno inicial a una eclesiología enraizada en la obra de Jesucristo, quien por amor “ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes al servicio de Dios su Padre” (Ap 1:6).
Desde esta perspectiva, no se hace justicia a los reformadores cuando se juzga que su motivación fue poner “por encima de la Iglesia y su tradición la propia interpretación personal y subjetiva de las Escrituras”, como afirma Hans Küng. La intención que animó a los reformadores fue más bien la de colocar a la Iglesia bajo el juicio de la Palabra de Dios; llamarla de la esclavitud a tradiciones humanas a la libertad del Evangelio.
La intención que animó a los reformadores fue más bien la de colocar a la Iglesia bajo el juicio de la Palabra de Dios; llamarla de la esclavitud a tradiciones humanas a la libertad del Evangelio.
Cabe añadir, sin embargo, que la Reforma clásica se quedó corta en lo que atañe a las consecuencias prácticas del sacerdocio de todos los creyentes para la vida y misión de la Iglesia. Como ha señalado John Yoder, “la mayor parte de la conversación protestante sobre el sacerdocio de todos los creyentes no desarrolló estructuras para implementar la visión apostólica de que cada miembro de la iglesia tiene un don ministerial propio”. En términos concretos, en las iglesias protestantes en general prevaleció la dicotomía entre clérigos que ejercen sus dones ministeriales y laicos que ni reconocen sus propios dones ministeriales ni se preocupan por descubrirlos y ejercerlos para el bien común en conformidad con la enseñanza bíblica (ver especialmente 1Cor 12:1-31 y Ro 12:3-8). Es la expresión eclesiástica de la dicotomía entre lo sagrado y lo secular que conduce a una lamentable distorsión del cristianismo especialmente en lo que atañe a la ética.
En el contexto latinoamericano el movimiento de las comunidades eclesiales de base fue un valioso intento de recuperar una eclesiología enraizada en el Nuevo Testamento, una eclesiología que superara la dicotomía entre clérigos y laicos y recuperara la dimensión esencialmente comunitaria de la Iglesia. Leonardo Boff interpretó ese viraje como una eclesiogénesis, un nuevo nacimiento de la Iglesia. Sin vueltas ni rodeos afirmó que “las comunidades de base reinventan la Iglesia”. La reinventan, según el distinguido teólogo, no como “la expansión del sistema eclesiástico vigente, asentado sobre el eje sacramental y clerical” sino como “una forma distinta de ser Iglesia, basada sobre el eje de la Palabra y del seglar”; o sea, sobre el mismo eje que los reformadores propusieron como base para el sacerdocio de todos los creyentes. No sorprende, por lo tanto, que varias de las características de la Iglesia según la “nueva eclesiología” que describe Boff coincidan en términos generales con las de la Iglesia que anhelaban los reformadores:
- la Iglesia-Pueblo de Dios;
- la Iglesia en que los laicos son “verdaderos creadores de realidad eclesial, de testimonio comunitario, de organización y de responsabilidad misionera;
- la Iglesia como “koinonia de poder”, “contraria al principio de monopolización del poder en manos de un cuerpo de especialistas por encima y fuera de la comunidad”;
- la Iglesia en que “toda la comunidad es ministerial, no sólo algunos de sus miembros; se supera de esta forma la rigidez del trabajo religioso: jerarquía/dirección, laicado/ejecución”;
- la Iglesia de diáspora que se hace presente en la sociedad civil, “diseminada dentro del tejido social”, generando “una mística de ayuda mutua”;
- la Iglesia liberadora, “la puerta de entrada (desde el punto de vista del pueblo) a la política como compromiso y práctica en busca del bien común y de la justicia social”;
- la Iglesia que “prolonga la gran tradición”, la de Jesús, los apóstoles y las primeras comunidades cristianas, la que tiene como eje articulador “la Palabra de Dios oída y releída en el contexto de sus problemas, la ejecución de tareas comunitarias, la mutua ayuda y las celebraciones”;
- la Iglesia que “construye la unidad a partir de la misión liberadora”, no a partir de un gobierno jerárquico, un “poder centralizador … hasta el punto de expropiar al pueblo cristiano de todas las formas de participación decisoria”;
- la Iglesia con una nueva comprensión de su universalidad, una universalidad que toma en serio las causas universales, como es “la liberación económica, social y política que abre la perspectiva hacia una liberación en plenitud en el Reino de Dios”;
- la Iglesia “toda ella apostólica”, ya que “todo enviado (y cada bautizado recibe la tarea de anunciar y testimoniar la novedad de Dios en Jesucristo) es un apóstol y prolonga el envío de los primeros doce apóstoles”.
Lamentablemente, el propio Vaticano se encargó de obstaculizar y finalmente impedir el crecimiento de un movimiento que tenía el potencial de insertar nueva vida en la Iglesia Católica Romana.
Cabe añadir, sin embargo, que igualmente lamentable es el actual crecimiento del clericalismo en círculos evangélicos en América Latina y otras regiones del mundo, con el surgimiento de pastores y apóstoles que monopolizan el poder y desconocen el liderazgo de servicio. ¡Cuánta falta hace una nueva Reforma que haga posible una eclesiogénesis evangélica que tenga como eje la Palabra de Dios y el laicado, y reconozca en términos prácticos la importancia del sacerdocio de todos los creyentes para la vida y misión de la Iglesia!
Sobre el autor:
René Padilla es ecuatoriano, doctorado (PhD) en Nuevo Testamento por la Universidad de Manchester, fue Secretario General para América Latina de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos y, posteriormente, de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL). Ha dado conferencias y enseñado en seminarios y universidades en diferentes países de América Latina y alrededor del mundo. Actualmente es Presidente Honorario de la Fundación Kairós, en Buenos Aires, y coordinador de Ediciones Kairós.
Esta publicación fue tomada de www.elblogdebernabe.com